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Vuelo 582: a pesar de los retrasos los escandinavos amenizan el viaje

Vuelo 582: a pesar de los retrasos los escandinavos amenizan el viaje

Después de perder el vuelo de Madrid a Copenhague - gracias al típico retraso de Iberia - y de correr pasillo arriba, pasillo abajo por el aeropuerto de Barajas, finalmente conseguimos dos asientos, separados, en un drakkar volador de la compañía Escandinavian Airlines (SAS) repleto de vikingos.

Cincuenta o setenta cabezas rubias esperan impacientes ante el mostrador del vuelo 582 con destino a la capital danesa. Tras anunciar el embarque en inglés, castellano y danés – una mezcla de alemán, inglés y una melodía a la japonesa – todos se levantaron empuñando maletines y otros objetos negros. Suenan varios ras y el finger se llena hasta los topes. Pero nadie rechista, nadie se queja, nadie revoluciona a los demás. Las únicas cabezas que soplan con algo más de fuerza son morenas o castañas oscuras.

Al poner un pié en la cabina, una fina mujer vestida de azul y con dos luminosas trenzas rubias sobre los hombros te desea “un feliz vuelo” o un simple  hello”. La visión del pasillo, con sus cuarenta filas, parece algo anticuada: la moqueta es azul marino pero en algunas zonas casi se puede ver el suelo duro, creo, y no quiero admitirlo, que puede ser un trocito del chasis del avión. Mejor será pasar deprisa por ese hueco y poner la vista al frente. En la primera fila tres jóvenes ejecutivos leen el diario. Las puntas de los periódicos se rozan levemente y cuando uno de ellos pasa de página los otros dos corren a imitarlo.

Es curiosa la fisonomía de los escandinavos. Después de pasar varias filas, te das cuenta de que los hombres tienen el pelo corto o rapado, dejando a la fría intemperie unas hermosas y rosadas entradas. Si alguno de ellos tiene el pelo más largo, será lacio, fino y muy liso de color rubio ceniza. La forma ovalada de la frente acentúa aún más los finos labios. Realmente es una parte curiosa de la fisonomía que comparten ambos sexos escandinavos: un fino labio inferior y unos casi inexistentes labios superiores que se abultan en la zona que une la nariz con la boca. Todos son así, hombres y mujeres. Y creo ver alguna niña mientras juega con su también rubia muñeca.

Las mujeres, en cambio, tienen un rostro menos ovalado pero sí más esférico. Unos ojos pequeños y juntos, una rechoncha y rosada nariz y, por supuesto, unos finos y rojos labios. El pelo de las escandinavas puede variar de longitud, de color o de peinado, pero es tan característico que puedes poner una banderita de su país encima de sus cabezas sin equivocarte. Liso, muy liso. Brillante. Con alguna tímida u ocasional ondulación artificial. Las raíces del pelo son clarísimas y el color es indiscutiblemente amarillo. No rubio, no. Amarillo. Ver esa mata de pelo brillante colgando sobre sus hombros me hace recordar una triste canción que trataba la defunción de un pequeño canario amarillo. Ahora que veo pasar a la azafata me la imagino cantando “hay que pena me da, que se me ha muerto el canario...” mientras zarandea sus espléndidas y doradas trenzas de un lado a otro de su cabeza.

Pero siguiendo con los hábitos faciales de las escandinavas, me sorprende la clara obsesión de las vikingas con la depilación. Aunque no entiendo porqué ese fanatismo en contra del vello, ¡si lo tienen blanco!. Ni siquiera las españolas, con lo flamencas que son algunas, podrían llegar a depilarse íntegramente las cejas. Son finas y si te acercas, aunque no mucho pues se lo tomarían como una ofensa, puedes ver el rastro de un lápiz marrón que pasó por allí hace varios días.

El color de los ojos de una o un escandinavo es tan indescriptible como la frialdad que transmiten: es azul, o verde, o incluso turquesa... no, es color hielo escandinavo, es frío. Eso es, es el color que más se puede aproximar a la descripción del frío.

 

Siempre  recordamos a los güiris con su rosada cara, o incluso su enormemente roja piel quemada por el sol del verano. Te llegas a preguntar si esta gente es así durante todo el año o, simplemente, es un enrojecimiento típico de horas de exposición al sol y poca crema protectora. Pero no. Nada de eso. Su piel está siempre en alerta: rosa como los Tres cerditos, rosa como el culito de un mono, rosa como un bebé de dos días. Rosada, enrojecida, algo irritada, demasiado morena, pálida, amarilla... nada de eso. Rosa.

 

A mi lado se sienta un señor con barba de hace cinco días, lleva gafas de pasta gris, tiene unas prominentes entradas y unos finos labios que hacen conjunto con sus fríos ojos.  Todavía no hemos despegado y este vikingo de casi dos metros y unos cuarenta y cinco años ya se ha quedado dormido: con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Aunque estemos sentados en una de las puertas de emergencia, sus anchas rodillas tocan el asiento de delante. Sus brazos cuelgan de los reposabrazos como si se tratase de un camembert rosa deshaciéndose. “Listos para el despegue”, y el vikingo simula unas ligeras convulsiones en las extremidades y acaba uniendo sus manos encima de la esférica y gigantesca barriga. Señal de esa cultura fanática a la cerveza a todas horas. Sus dedos son anchos, las hundidas uñas están repletas de algo marrón. Manos de trabajador, puede que de trajinar con madera, y los nudillos espléndidamente relucientes y rosas descansan como la boquita de un bebé que acaba de tomarse el biberón.

Estamos en el aire y vuelve a sonar una voz masculina, supongo que el capitán, hablando en danés ¿o es japonés? No consigo distinguirlo. Se apaga la señal luminosa del cinturón de seguridad y dos hombres se levantan. Uno viste pantalones beige y una camiseta roja de manga larga de algodón con encima un chaleco de lana fina de color verde y unas cenefas blancas horizontales. Lleva una bufanda marrón al cuello y le cuelgan encima del pecho unas gafas. Detrás le sigue un hombre con unas entradas delimitadas por una sutil frontera de cabello gris. Es ancho, alto, imponente y a la vez agradable como un enorme osito de peluche. Lleva una camisa verde de pana fina de manga larga, unos pantalones de algodón beige y, esto me hace, por fin, sonreír, unos tirantes anchos sujetos al pantalón, de color verde oscuro y con unos dibujos que se me hacen familiares. Pasan los dos hombres hacia el final del avión. ¡Ahora caigo! Asomo la cabeza por el pasillo y... ¡sí! Ahí está. Los detalles blancos de los tirantes son los mismos que las cenefas del chaleco verde. ¡Idénticos!
 

El vuelo dura unas tres horas, y en ningún momento se oye a un pasajero hablar más fuerte de lo normal, o a algún niño llorar. El silencio inunda el barco capitaneado por un rubio vikingo. Las azafatas no suelen cruzar el pasillo y  ocasionalmente algún escandinavo se levanta para aligerar el pantalón o la falda. El silencio es tal que Morfeo viene a mi rescate y me acompaña en un dulce sueño.

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