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Vuelo 2636: la acumulación de sueño y de retrasos hacen interminable la vuelta

Vuelo 2636: la acumulación de sueño y de retrasos hacen interminable la vuelta Tras esperar una hora al galeón ibérico en el aeropuerto de Kastrup, en Copenhague, por fin embarcamos con frío en el cuerpo y algún que otro cayo en los pies. El paisaje ha cambiado: ya no hay tantas melenas rubias o incluso blancas, pero sí abunda el cabello moreno y oscuro. La fisonomía española también deja mucho que desear y, aún más, sus estrepitosos hábitos sociales.

 

En la entrada del avión una azafata vestida a la última con un traje de Jesús del Pozo nos da la bienvenida, y se nota en su rostro cierto cansancio. Igual que todos los que vamos en ese vuelo. Las primeras filas están ocupadas por familias enteras: el padre en el pasillo, la madre en el centro y el niño o niña pegada a la ventana. La mayoría de los que volamos somos españoles y no estamos acostumbrados a esos tres grados bajo cero. Eso se ve, claramente, en algunas de las narices enrojecidas y en los ojos llorosos del pasaje.

Queremos poner las bolsas y los abrigos en los compartimentos superiores pero todo está lleno. No queda ni un mísero rincón para aligerar nuestro equipaje. La sobrecargo de abordo pide que coloquemos nuestras pertenencias debajo del asiento delantero, pero eso ya está ocupado por nuestros hinchados pies y los sacos del pasajero de delante que se ha visto en la misma situación. Una mujer mueve una maleta y dos filas más hacia atrás se levanta un hombre. El propietario de la bolsa. La ayuda con cierto desagrado y vuelve a sentarse en su asiento resoplando entre dientes. Así son los españoles: quejicas.

 El cansancio, el frío y todo lo que acarrea el volver a casa se nota en el ambiente. Casi no hay un descanso para el silencio: todos hablan y hablan, ríen, gritan o estornudan sin ninguna carga de conciencia. Casi no se puede oír la innecesaria música relajante que suelen poner en los aviones a la hora del despegue y el aterrizaje.

Esperamos durante una media hora en la pista, pues al parecer somos los cuartos en la cola de despegues. El piloto habla por megafonía y nos explica porqué ese vuelo ha llegado tarde: el avión que nos tenía que haber venido a buscar a las cuatro de la tarde sufrió una avería y tuvieron que cambiarlo por uno que venía de París. Así que este galeón volador tiene más de cinco horas de vuelo seguidas. Espero poder despertarme en Madrid y olvidarme de esa cifra.

Por fin despegamos y al poco rato se apagan las luces del cinturón de seguridad. Varios padres se levantan con sus niños y se dirigen a los lavabos. Unas azafatas se acercan a un pasajero que ha encendido su luz y se inclinan para intentar, dentro de lo que cabe, satisfacer sus necesidades. Por lo que parece sólo es una petición mullida: al cabo de un rato vuelve la azafata con una minúscula almohada. La otra vuelve con una micro botella de algún licor.

 

 

Intentamos acomodarnos en las butacas, pero se hace casi imposible. Apoyamos la cabeza sobre la mano, sobre el asiento o, incluso, sobre el respaldo del asiento de delante, pero nada. No hay manera de poder conciliar aunque sea una pizca de sueño. La realidad sigue allí. Siguen esas azafatas corriendo arriba y abajo. Sigue la pareja de delante pegándose el lote. Siguen los niños de detrás gritando mientras aporrean su peluche contra la ventana. Y sigue el capitán del avión pidiendo disculpas por el retraso. Imposible.

 

 

 

Así que lo único que me queda es mirar las insignificantes imágenes de las mini pantallas e imaginarme que este viaje ha sido redondo. Sueño que no he sufrido ningún retraso. Que no he corrido por Barajas sabiendo que mi maleta estaba, en el mejor de los casos, en algún país de la Unión Europea. Que llegué a las tres y media a Copenhague cuando todavía quedaba un resquicio de sol y no tuve que hacer mil y un papeleos en inglés por mi equipaje. Que no sufrí en la helada intemperie danesa. Que el vuelo de Kastrup a Barajas no se retrasó y que pude dormir plácidamente durante tres horas. Y que, finalmente, llego a Barcelona a las diez de la noche, lista para tomarme una sopa y a soñar. Soñar despierta. Porque son las once de la noche y estoy volando por encima de Bruselas y todavía me quedan cuatro de viaje. Y los niños siguen golpeando mi asiento. Y las azafatas hacen sonar sus tacones por la moqueta. Y el capitán sigue diciendo que a fuera hace cincuenta grados bajo cero, y que en Barcelona la temperatura es de diez grados. No se si he perdido la noción del tiempo o, simplemente, sé que nunca jamás volveré a viajar con Iberia.

 

 

2 comentarios

Tata -

Sí, seguro que te vuelves a perder cuando lo leas, pero almenos tiene un toque cómico. Qué mejor manera para tomarse las cosas que con humor.

R -

Me he perdido, casi como tú, lo volveré a leer, y quizá sueñe con aviones, como en la canción de Blur.